"La música la hacemos juntos"
Una carta que conecta la lluvia con el silencio, con la escucha y con los relatos que nos atraviesan el cuerpo. Por: Nathalia Salamanca.
Llueve.
Llueve en el sur.
En una charla reciente en Vilcún, en la Araucanía chilena, escucho a una adolescente hablar sobre cómo la lluvia la relaja, su sonido la relaja. Me quedo pensando en eso, en el llamado a la presencia que viene con la lluvia.
Un par de días después le pregunto a L por el tema. Él es sureño. Me ha contado que en Temuco ha habido épocas en que no deja de llover por días –eso pasaba sobre todo en “los inviernos de antes”–. Ahora, la lluvia se mantiene en primavera. Es raro –esta primavera ha llovido ¡hasta en Santiago!–. A la pregunta de qué opina de la lluvia, me dice que también le gusta, que la lluvia para él es como un llamado que le recuerda que está en el momento presente, que no hay afanes reales, que hay que bajar las revoluciones.
Bendita la lluvia.
24 de noviembre de 2023
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Amigo bonito,
Después de leer y escuchar tu carta, empecé a deslizarme por la liana del silencio, que me llevó, sin querer y sin saber bien cómo, hacia el ruido del mundo. Y cuando estaba entregándome al sonsonete de los vehículos que no se detienen sobre la avenida y a las bocinas de un par de desesperados en un semáforo, me aferré con fuerza para detener mi caída y terminé regresándome a un punto en el que el silencio me permitió quedarme un rato conversando con las sensaciones camufladas en tus letras. Con ese ‘frenadón’, con carácter, conseguí quedarme un ratito con la idea de eso que nos atraviesa el cuerpo, que nos saca de la cabeza y nos recuerda que somos seres más complejos, más completos.
Al leer tu carta, reproduje el video, me enganché en “Un sueño en la floresta”, y terminé en un tobogán de aguas rápidas averiguando sobre Paraguay, sobre Agustín Barrios Mangoré, sobre la manera en que él entendía el continente, la forma en que Los Andes conectan este trozo de tierra. Y si bien pensé que esa sucesión de eventos hablaba del acelere, de lo difícil que es a veces, muchas veces, concentrarse, también quería compartirte lo que significó para mí haber llenado mi casa de música gracias a tus “dos postales de sonido y silencio”, y cómo esa ‘abundancia sonora’ terminó sacándome de un torbellino de aparentes urgencias, todas chiquiticas, saltando como pulguitas, y me lanzó por el tobogán de la curiosidad, el querer saber más.
Y así, me trajo al presente.
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Tú sabes que en mi caminar, la escucha de relatos ha sido una constante. En el trasegar me he movido de la literalidad de lo que me cuentan otras personas hacia la curiosidad del por qué me cuentan lo que me cuentan. Y ese recorrido no lo he hecho de una manera egoísta o voyerista de contemplar o enterarme de la vida de los otros (en un guiño a la película alemana), sino que ha estado marcado por un rol particular que cumplo cuando llego a esos encuentros: tengo en mí una tarea que me fue entregada o que, bueno, seguramente me busqué al escoger mi carrera de periodista y que luego fue mutando al trabajar como defensora de derechos humanos.
Eso que escucho, eso que me entregan, tiene que convertirse en algo. Algo tiene que pasar con esas voces.
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El hecho es que la gente me habla, hablamos, y, como digo siempre, hay algo de magia en dos personas que se encuentran y se comparten la palabra y la escucha. Y una vez ese encuentro culmina, cargo conmigo voces, imágenes, y tengo el encargo de que algo ocurra con eso que escuché: que tienda puentes. Así veo mi rol de comunicadora-investigadora, como ‘tendedora’ de puentes. Y en ese encargo ha habido múltiples frustraciones, al sentirme muchas veces incapaz de lograr que eso que me atravesó el cuerpo durante la escucha, logre habitar de esa misma manera nuevos lugares.
Por eso cuando hablaste de tu experiencia en el teatro de Gijón en la que el músico dijo “Ustedes crean la música conmigo, pido silencio para que la veamos aparecer”, recordé la importancia de ese silencio para que lo que ocurre te atraviese. Como en las películas, ¿sabes?, cuando muestran que ‘algo’ le atraviesa el cuerpo a alguien, le pasa de un lado a otro: no lo piensa, lo siente. Es la sensación de que algo te atraviesa, no como una daga, sino como un montón de aire, brisa que entra en tu cuerpo, te estremece y te pone la piel de gallina y de alguna manera te cambia, no radicalmente, no te conviertes en otra persona, pero ya no eres la misma.
Como sabes, en el ínterin entre Escocia y Chile, tuve una parada que inicialmente llamé ‘técnica’ en Colombia. Era 2019 y ya llevaba siete años lejos, acallando “el ruido del mundo” de la defensa de los derechos humanos en Colombia, a veces tan llena de inercias, para permitirme escuchar diferente. De esa ruta, salió mi claridad de no querer hacer más entrevistas encargadas con un objeto específico. No querer charlar con alguien con la intención de ‘extraer’ algo que necesito como investigadora, como “experta”. A mí lo que me importa, desde entonces, son los encuentros y que cada quien haga con ellos lo que le plazca.
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Esa manera de ver la vida fue un reto para mi tesis doctoral y esta manera de ver la vida terminó atando varios hilos para llevarme al equipo que dio a luz el Tomo Testimonial del Informe Final de la Comisión de la Verdad: “Cuando los pájaros no cantaban. Historias del conflicto armado en Colombia”.
Allí, no solo teníamos la instrucción de “escuchar a las personas en sus propios términos” sino también habitábamos el reto de garantizar que ese relato, escuchado por la Comisión, volviera a habitar los espacios desde su lectura en voz alta. Para ello, decía Alejandro Castillejo, uno de los once comisionados con el encargo de dirigir ese barco, teníamos que invitar a la gente a guardar silencio y, justamente por eso, en colectivo se diseñaron las Lecturas Rituales.1
Hace algunas líneas te hablaba de mis frustraciones y El Testimonial me ayudó a tramitar este asunto, porque justamente en ese gran esfuerzo colectivo trabajamos para que los relatos trascendieran la página escrita, invitando a ser leídos en voz alta.
La lectura suele ser un proceso solitario, y a veces documentos como este, enormes, más que invitar a leer, alejan. Sin embargo, este equipo diverso logró escuchar en un trabajo absolutamente arduo las voces de 1.150 personas, y empacarlas amorosa y lógicamente en 263 historias y fragmentos con una cuidada hoja de ruta (dícese, su tabla de contenido), para convertirse en una invitación constante y eternamente abierta hacia la lectura, hacia la lectura en voz alta.
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De lo que más disfruté de un proceso intrínsecamente doloroso, fue el poder compartir esa palabra y poder ver, físicamente, cómo en los relatos mínimamente editados y con un respeto fundamental por la oralidad, las personas que oían se veían atravesadas, sacudidas. El libro vivo (meses antes de su maquetación, diseño y publicación) fue puesto a prueba muchas veces por todas las personas del equipo.
En mi caso, escojo cuatro recuerdos para compartirte:
Recuerdo cuando le leí la historia de un grupo de mujeres de los pueblos indígenas Bora y Tikuna a mi tía Olga en una visita a Bucaramanga.
También recuerdo cuando intenté editar el relato de un ‘punkero’ en Medellín leyéndosela a mi hermana en la fila para la primera vacuna de la pandemia.
Recuerdo una noche en la que mientras tomábamos una cerveza, le leí a un amigo el relato de un pajarero que se reencontró con quienes habían sido sus secuestradores.
Recuerdo cuando en la 420, en compañía de mi tío, mi tía, Lina, Carlos Gabriel y el terror que nos habitaba, les pedí que me ayudaran a editar el relato “el poder de la olla” después de la escucha cuidada del equipo en el portal resistencia de Bogotá.
Entonces el silencio fue roto por lo que considero era un acto de amor, un compartir historias y permitirnos incomodarnos, contar algo. Y cada uno de esos instantes se volvió de alguna forma en eso que en el teatro el músico dijo que era hacer música entre todos:
El relato de las mujeres siempre tendrá para mí la cara de mi tía preguntándome qué es una chagra y qué es una minga (La alegría de la chagra, p. 535).
La del punkero siempre me atravesará la garganta con su línea “hermano, no me dejes caer” (Porque éramos punkis, p. 359).
El del pajarero me llevará siempre a Garagoa (Con la excusa de las aves, p. 600).
Y, el poder de la olla, que terminó llamándose El estallido (p. 577), siempre me trasladará al momento en que en medio de tanto dolor, mi primo ya sin poderse comunicar verbalmente, hizo un gesto para pedirme que continuara leyendo en un momento en el que pausé porque pensé que mi voz le incomodaba.
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Los relatos tienden puentes, conectan a las personas, nos recuerdan que estamos vivos, que otros y otras están vivos, que tienen experiencias que superan los lugares que habitamos, que inundan espacios, que traen música, que traen dolores, sinsabores, culpas, reflexiones. Y cuando un relato habita en voz alta un espacio, hace música, como la lluvia, hace música porque hay silencio, porque hay escucha, porque hay personas dispuestas a dejarse atravesar, y en eso el paso por El Testimonial terminó convirtiéndose para mí como en un ritual de cierre pero también en abrir una puerta, un umbral hacia algo más, un tener la certeza de que es posible que nos conectemos, un honrar a quienes resisten contando, y un convencimiento también del poder de la palabra y de las historias.
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Y este ejercicio que hacemos tú y yo cuando escribimos y luego cuando narramos, es una manera de respetar el silencio al mismo tiempo que se le quiebra con cuidado, sin romper los sellos, sin vulnerar las confianzas, para permitir que entre la brisa, nos atraviese y, tal vez, nos cambie ‘tantico’.
Abrazo apretado,
Nathalia.
Posdata. Tengo una confesión que hacer. Escribir esta carta me costó. Esta es, fácilmente, la séptima versión de estas letras y pensé que también este ejercicio de ‘tarjetearnos’ habla del ejercicio y la poética de la presencia así como del ejercicio y la dificultad y lo que cuesta estar presente.
Sobre la riqueza de los relatos, los mundos diversos, oníricos, posibles, destruidos y resurgidos entre las cenizas, seguramente te hablaré en otra carta. Amo hablar del libro, amo hablar de las personas que habitan sus páginas. Pero ahora, y aferrándome a la liana que te dije hace ya varias líneas, me quiero enfocar en el silencio y cómo sirve para que “hagamos música entre todos”.