Honrar los encuentros
Una carta sobre incertidumbres, silencios y pesos que se alivianan cuando nos miramos a los ojos. Por: Nathalia Salamanca.

Hola querido co-inspirador,
Hoy lunes, diecinueve de agosto de veinte veinticuatro, termino de ‘zurcir’ las letras que empecé a juntar (o de esa expresión en inglés que me gusta más ‘to put together’) a inicios de este mes.
Esta carta, nuestra número trece, ha llegado irremediablemente demorada.
Cuando julio todavía era un mes joven (muchos memes vienen a mí), y tu carta pasada había llegado apenas una semana atrás, un breve encuentro me recordó tus letras y esa pregunta que quedó suspendida en el aire desde que te leí: ¿Podremos estar juntos?
El breve encuentro va así:
En medio de la incertidumbre, la noche de un lunes se me acercó un hombre ‘entapabocado’ a explicarme el procedimiento que tenía que realizar para permitir una cirugía de emergencia. Tal vez por el tapabocas o por la cofia que llevaba, o tal vez por ambas, el hecho es que recuerdo con fuerza sus ojos: me miraban fijo mientras me hablaba y me daba información importante y tranquilizadora para mí.
Esos ojos, o mejor dicho, esa mirada se quedó conmigo. Y de ahí nace esta carta y también la selección de imágenes que la acompañan, una colección de murales con los que me he topado y que invitan a sostener la mirada.
Una vez pasada la anestesia general, la hospitalización y los primeros días de malestares generalizados en casa y de ese ‘no me hallo’ tan particular de cuando el cuerpo está todavía aporreado y no sabe qué carajos pasó, el recuerdo de esa mirada me hizo volver a mi archivo personal y revisitar una serie de instantes en los que en mi historia me he cruzado con personas que juegan un rol fundamental en momentos de estrés, incertidumbre, malestar, temor, dolor, y una larga lista de emociones que no creo poder ensamblar con rigurosidad pero que jamás resumiría en un aséptico y sin carácter etcétera. Personas, personal de salud o sanitario, que juegan un papel determinante no sólo por lo que hacen sino también, y aquí hago el énfasis, por lo que dicen.
En el tiempo que ha transcurrido entre que recibí tus letras y finalmente escribo estas, se cumplieron nueve años de la muerte de mi papá. Catorce días de incertidumbre y descontrol internados (en plural) en una clínica de la que, como decimos en mi familia, entramos los que éramos y salimos incompletos.
La mezcla de mi evento quirúrgico en Chile y esa hospitalización entonces en Colombia me hizo entretejer algunos hilos de las que fueron mis emociones con la experiencia en esa clínica y cómo realmente sólo encontramos a alguien que nos hablara con claridad y, tal vez, finalmente, mirándonos a los ojos cuando ya corrían las que serían las últimas horas de su cuerpo con el corazón bombeando.
Hay algo de humanidad muy necesaria en esos instantes (eternos para quienes estamos ahí, marcando tarjeta) y tal vez por como tradicionalmente se maneja el sistema de salud, con sus tiempos limitados y las correderas (los afanes), los enfermos y los acompañantes terminamos pasando por situaciones adicionales, y por lo demás francamente innecesarias, de estrés y de temor. Por no tomarse un tiempo de más para honrar el encuentro, una puede terminar googleando términos médicos, medicamentos y posibles diagnósticos una vez la o el especialista, quien sabe más que uno, sale de la habitación o se aleja en la sala de espera.
Estos encuentros son otra manera de estar juntos, de vernos, reconocernos, momentos de, parafraseando tus letras: “mutuo aparecer”.
Que no seamos un número más de la larga lista del día, sino una persona que, digamos, se levantó con una intuición en la mañana que se le materializó en la noche. O como tal vez entró mi padre a la clínica ese miércoles ocho de julio: con incertidumbre y preguntas que en el camino se fueron convirtiendo en un silencio abrumador que se materializó con su partida.
¿Te he contado que mi choque con su muerte fue tal, sobre todo el choque de no entender, que durante ocho años cargué conmigo su historia médica? Es decir, no literal. No llevaba conmigo la carpeta llena de papeles a todas partes, pero sí la metí en la maleta cuando regresé a Escocia después de su muerte y regresó conmigo a Colombia una vez terminé el doctorado. Cargaba conmigo preguntas que a la más mínima oportunidad botaba sobre la mesa esperando que quien tuviera algún conocimiento de cáncer pudiera darme alguna respuesta clara: ¿por qué pasó lo que pasó? ¿Cómo nos pasó esto? Entonces, creo, buscaba culpables. Alguna mala praxis. Algo con el suficiente peso que explicara cómo Don Jairo “se nos fue entre las manos” en tan solo catorce días.
Ahora que te escribo caigo en cuenta del peso que cargué “en la maleta” todos esos años. Todo ese tiempo después de haber estado en una institución de salud con un montón de especialistas desfilando por su habitación. Con que sólo una persona se hubiera tomado el tiempo… donde sólo una me hubiera mirado a los ojos y me hubiera hablado con claridad.
Lo importante de vernos y estar juntos cuando corresponde.
Sin simulacros.

Pero bueno, también quiero aprovechar esta carta, mi número siete, para hablarte de alguien a quien le he estado siguiendo la pista en redes: Tatiana Andia (apellido boliviano).
Su rostro se me apareció en el feed cuando escribió una columna en la que conectaba la reforma al sistema de salud en Colombia y su reciente diagnóstico de cáncer; diagnóstico apestosamente cercano a mi familia. Tatiana compartió públicamente su enfermedad con la determinación, y aquí la cito, de que su “vida se tomara al cáncer y no al revés”. Ella, respaldada por su herencia y por sus vientos (su papá es médico y ella ha tenido un trasegar significativo en temas de salud), se entregó a una serie de prácticas que le admiré desde el primer momento porque teniendo conciencia de su muerte,1 mantuvo una columna para hablar de un sinnúmero de temas sin poner el foco en la enfermedad. El cáncer no lo contaminó todo sino se convirtió en un ‘hecho’ más de la vida y se permitió hacerse otras preguntas, sobre todo, y conforme avanzó la enfermedad, respecto a la manera en que vivimos, nos despedimos, morimos, y a veces, lo peor de todo, “mal vivimos”. Tatiana escribió su columna hasta el cuatro de agosto de veinte veinticuatro y te digo: no tiene presa mala.
Lo que encontré aliviador de sus letras, y en general de escucharla, fue percibir lo que ‘tener la información’ o ‘conocer de lo que se habla’ en temas de salud hace en las conversaciones de una persona y, probablemente, de su familia. Como cuando el hombre del inicio de este relato me miró a los ojos para decirme qué podría esperar de la primera anestesia general que he tenido en mi vida en una situación de emergencia, léase, sin mucha preparación.
Pero, volviendo a Tatiana, al escucharla me la podía imaginar informada, sabiendo y entendiendo su diagnóstico, comprendiendo la prognosis (los números, las probabilidades, las estadísticas), teniendo claro qué medicamento podría funcionar y hasta cuándo, en dónde obtenerlo. La imaginaba así e imaginaba cómo tener toda esa información, “saber”, habría alivianado las conversaciones en las habitaciones de hospital a las que en esta familia hemos llegado a causa del cáncer.
Erradicar o ‘alivianar’ esa incertidumbre y el “no saber” o “no entender con claridad” debe ser liberador.
Hasta digno, creo yo.
Y así mis letras se hilvanan con las tuyas: las maneras en que estamos juntos. Cómo nos encontramos sin logística, sin agendas, sin prepararnos o disponernos a escuchar, sin reglas del juego, sin indicaciones de un moderador. Sin mirar el calendario y tachar algunos cuadritos diciendo: “ok, durante este periodo específico voy a ser más sensible”.
Honrar los encuentros es honrar la vida, aún en su monotonía, en su cotidianidad. Realmente parar y vernos.
Abrazo apretado para ti desde el sur.
Nathalia.2
Como dijo en una entrevista, parafraseándola: si bien todos nos vamos a morir y tenemos ese “tiquete comprado”, la diferencia es que ella ya tiene el pasabordo.
Nathalia Salamanca Sarmiento. Escucho, leo, escribo, edito, así, una y otra, y otra vez. Colombiana, con siete años acumulados en Escocia (en donde escribí mi primer libro) y ahora viviendo en Chile. De formación periodista, como investigadora he trabajado en medios de comunicación, organizaciones sociales, organismos internacionales, centros de pensamiento y espacios académicos en Colombia, Chile, Reino Unido y Alemania. En Instagram @nthl137 y en Twitter @nthl_s