Observar un jardín
Elongar el tiempo para entrenar el ojo. Una carta sobre la maravilla de lo cotidiano. Por: Nathalia S.
“Lo esencial de toda exploración será volver al propio jardín y ver las cosas por primera vez”, T.S. Eliot, poeta británico-estadounidense.1
Hola amigo peregrino,
Empiezo esta carta el nueve de enero, antes de que se completen los primeros dos dígitos del nuevo año. Recibí la tuya mientras despedíamos el veinte veintitrés, y desde que te leí he estado –quiero creer– anidando una posible respuesta (de tantas) a tus letras viajeras que me transportaron generosamente, en medio de este verano austral, al invierno italiano.
Cuando leas estas letras, ese viaje ya será un recuerdo.
Me quedé pegada con lo que me contaste del síndrome Stendhal en Florencia: “el impacto psicosomático de lo bello”. Me dejaste cavilando cómo en ciertos lugares parece ser más ‘sencillo’, casi que inevitable, admirarse. Sentirse conmovido. Grandes construcciones, sueños de algunos construidos por otros, habitando espacios y tiempos prolongados, testigos y testimoniantes de muchas vidas. Sobredosis de obras de arte, tal vez, y seguramente debido al espacio circundante.
Al recordar Florencia2, conectando tu relato con mi experiencia personal, se me atravesó también esa expresión que se ha puesto de moda en las redes sociales: “viajar para construir memorias” o “construyendo recuerdos” creo que se dice. Como esa sensación de partir, moverse, salir de lo ‘mono-tono’ para, entonces, admirarse. Y recordé también cómo, en las oportunidades en las que he vivido fuera de Colombia, la simple idea de encontrarme aburrida o desanimada ha sido retada por quienes consideran casi que impresentable que aun estando ‘de viaje’ no viva constantemente admirada u obnubilada por lo ‘nuevo’.
El desafío, en todo caso, y en eso coincidimos, está en admirarse con lo cotidiano, en no esperar que lo ‘novedoso’ se nos atraviese. Valeria Mira Montoya, a quien tengo la suerte de seguir en Twitter3 (@valevalerita_ en Twitter), lo expresa con contundencia: “Cansada de que califiquen lo cotidiano como ‘pequeño’ o ‘sutil’. Lo que nos pasa todos los días es lo único que nos pasa y por eso es enorme: es la existencia. Decir que es ‘pequeño’ es caer en el juego de la excepcionalidad, que es la trampa del mercado y del espectáculo”.
Ahora, un relato a manera de puente:
![](https://substackcdn.com/image/fetch/w_1456,c_limit,f_auto,q_auto:good,fl_progressive:steep/https%3A%2F%2Fsubstack-post-media.s3.amazonaws.com%2Fpublic%2Fimages%2F422657d1-b655-4533-a482-bdc8b6eeb77a_768x1024.jpeg)
M juega a esparcir pepitas brillantes en el jardín del abuelo. Quiere sorprenderlo, dice. Me agacho para rescatar, siguiendo sus instrucciones, unos ojos de plástico que no debían salir del envase de vidrio en el que guarda sus preciadas posesiones. Mientras estoy en la tarea de recuperar, uno a uno, esos circulitos tembleques no mayores a la punta de mi dedo meñique, tengo la fortuna de notar unas flores diminutas de colores rosa y blanco. Me detengo, las admiro, se las muestro a M –quien me presta atención brevemente y retoma su tarea– y me maravillo por la cantidad de veces que he estado en ese lugar sin verlas. Recuerdo el hongo dorado de tu carta, te recuerdo tendido en la grama.
Recuerdo y observo.
En este piso trece de Santiago (“la casa en el aire”, diría una amiga) L y yo convivimos con cinco cactus y seis plantas más. Este jardín no se compara con el del abuelo (en una casa de verdad verdad). Este es un jardín prestado, y reconozco, no sin vergüenza, que en los diecisiete meses que llevo viviendo aquí, aún no las sé nombrar. Este, en todo caso, es el primer jardín que cuido. O que intento cuidar. Y en esta experiencia primípara me siento fallando miserablemente. No más con decirte que cuando llegamos convivíamos con cinco cactus y ocho plantas más.
De los lugares en los que he vivido, este es en el que menos llueve. Antes, intuyo, veía jardines florecidos de manera natural, silvestre. Ahora, que el riego depende de mí, la situación se ha puesto peluda.
Después de la perdida de dos de las plantas con las que vivíamos –y una que L aún cree que puede revivir–, he empezado a creer que mi intensidad (traducida en exceso de riego) puede haberlas asfixiado (o, más concretamente: ahogado) y he decidido dar un paso atrás. Ahora, mientras te escribo, espero con paciencia, a que una de las sobrevivientes florezca. Hace semanas aparecieron trece botoncitos y a diario me asomo a ver su evolución. Me asomo con cuidado, temerosa de que cualquier sobre-intervención termine ocasionando un final prematuro.
![](https://substackcdn.com/image/fetch/w_1456,c_limit,f_auto,q_auto:good,fl_progressive:steep/https%3A%2F%2Fsubstack-post-media.s3.amazonaws.com%2Fpublic%2Fimages%2Fe4b6b49e-3859-4363-a83d-e3f3712d1399_768x1024.jpeg)
En octubre de veinte veintidós, muy recién llegada a Santiago, tuve un sueño en el que se me aparecía, incompleto, el título para el libro que quiero escribir: “siembr_ el amor”. La mañana siguiente me entretuve garrapateando opciones: siembra, siembro, siembre, ¿siembren? En mis ritmos habituales, esos que una adquiere, sin darse cuenta, viviendo en ciudades afanadas y agobiantes, sentía que sembrar debía ser un proceso algo similar al de esos muñecos que le regalan a los chicos, esos pequeños, gelatinosos, que al tirarse al agua, crecen en segundos. Y ojo que en todo caso recuerdo haber hecho el ejercicio de la alverja, el algodón y el vaso de vidrio cuando niña. En mi ignorancia o quizás desconexión, pensé que sembrar era sencillo: plantar, regar, admirarse. Pero en este tiempo de intentar entender este jardín prestado en esta ciudad en donde el desierto avanza, y de tener también la fortuna de observar los ritmos del jardín del abuelo en la Araucanía, he finalmente aprendido que gran parte de la siembra y la cosecha pasa por la espera, por respetar los tiempos, por saber que a veces ‘nada pasa’ para el ojo humano y que no hay cómo afanar los procesos. Y aquí, parafraseando lo que dice el entrenador virtual que a veces escucho en el celular mientras troto: hablo del jardín y también hablo de otras cosas.
Creo que para mí observar los jardines con los que he tenido la fortuna de convivir aquí en Chile también me ha permitido empezar conversaciones internas sobre mis propios ritmos, mis cambios, mis preguntas por ‘enraizarme’, pertenecer (como en esa carta de hace ya algunos meses), ‘transplantarme’ y por esos ritmos que a veces parecen lentos y que a veces abruman al querer acelerarlos. Que se tensan o se tiemplan, abrazando sin querer soltar ese término que ocupaste en tu carta y que vibra dentro de mí desde entonces: templarse. Observar me ha permitido ‘bajar varios cambios’, respirar, sacarme del automático y estar tranquila cuando siento que ‘nada pasa’. Y ese es un ejercicio diario.
![](https://substackcdn.com/image/fetch/w_1456,c_limit,f_auto,q_auto:good,fl_progressive:steep/https%3A%2F%2Fsubstack-post-media.s3.amazonaws.com%2Fpublic%2Fimages%2F86742d30-2717-49f7-b69e-d540e0738e91_750x862.jpeg)
También hay algo que siento que pasa mientras observo los jardines y es que intento aprender un nuevo idioma. Conectaba con lo que reflexionabas en tus letras sobre los sistemas, cómo hacer parte de un todo, no sentirnos espectadores sino parte de. En mi primer encuentro con el invierno, por allá en 2003, recuerdo pedirle consejo a una amiga –quien coincidencialmente para entonces vivía en Italia– para lidiar con unos ritmos que no entendía y que no hacían ‘match’ con los míos. Sus palabras las llevo conmigo desde entonces: “observa la naturaleza alrededor y súmate”. Si los animales duermen más, duerme más. Si los ritmos disminuyen más temprano, entrégate. En eso las grandes ciudades también son algo tramposas, porque en su esfuerzo por mantener la hiper-productividad, simulan procesos. Por ejemplo, no me creerías la cantidad de agua que gastan en los parques públicos de las comunas más cómodas de Santiago para mantener los pastos verdes aún en medio de las oleadas más bravas de calor.
Pero bueno, en estoy soy una aprendiz. Retrocedo, desinstalo ‘conocimientos’ previos que sirven para nada o casi nada, observo y, aprovechando estas letras, pregunto. En tu respuesta háblame por favor de tu huerto de cuando vivías en Mendoza, a apenas 380 kilómetros de donde vivo ahora.
Y, para rematar esta carta, en la que gracias a la tuya me aferré a mi presente, quiero cerrar con lo que M dijo sobre la diferencia del riego de las plantas entre Temuco y Santiago cuando estuvo en casa hace unos días. Ella notó inmediatamente que, por el calor, las plantas aquí necesitan más agua. Así que disfrutó –hasta la carcajada– regar las plantas del departamento mientras lavaba el piso de la terraza, la pared e incluso aseguraba estar mojando de una vez los jardines vecinos. Unos días después, camino al aeropuerto para que regresara a su casa, me dijo que Santiago era muy seco y que en el sur su mamá riega sus plantas de la siguiente manera: “un día las riega, otro no, otro no, otro no, otro no, otro no, otro no y ahí vuelve y las riega”.
Abrazos apretados. Que estas letras te encuentren rodeado de verde.
Nathalia.4
Esta carta, mi cuarta carta, se termina de escribir el jueves, once de enero de veinte veinticuatro.
“We shall not cease from exploration
And the end of all our exploring
Will be to arrive where we started
And know the place for the first time.”
T.S. Eliot, from “Little Gidding,” Four Quartets (Gardners Books; Main edition, April 30, 2001) Originally published 1943.
Con L vimos caer el último atardecer de 2018 en esa ciudad, y tus letras me transportaron, ahora en retrospectiva, a ese momento de tránsito, al inicio del cierre de una vida solos y luego juntos en el hemisferio norte, y a la bienvenida, a brazos abiertos, inciertos, a lo que estuviera por-venir con la mudanza al sur. Vidas pasadas que se elongan y consiguen habitarnos aún en el presente.
Abogada de la Universidad de Antioquia y magíster en Gobierno y Políticas Públicas de EAFIT, ambas en Colombia.
Nathalia Salamanca Sarmiento. Escucho, leo, escribo, edito, así, una y otra, y otra vez. Colombiana, con siete años acumulados en Escocia (en donde escribí mi primer libro) y ahora echando a andar la vida en Chile. De formación periodista, como investigadora he trabajado en medios de comunicación, organizaciones sociales, organismos internacionales, centros de pensamiento y espacios académicos en Colombia, Reino Unido y Alemania. En Instagram @nthl137 y en Twitter @nthl_s