Silencios sostenidos
La memoria auditiva atesora esos instantes cuando todo calla. Una carta sobre sentidos, amabilidad de la naturaleza y silencio en la música. Por: Mauricio-Ishwara
Querida conspiradora,
Te leo desde Gijón. Afuera llueve y por fin llegó otoño. Mientras escribo, pruebo un café de Kenia con notas a fresa y chocolate, acompañado de un postre de cacao mexicano, almendras españolas y dátiles de Marruecos. La atención a mi lengua proviene de la lectura de tu carta. Tu texto es sabio, en las dos acepciones de la palabra: sabor y sabiduría. Degusto cada uno de los elementos de tu enumeración: “[…] cada vez que vengo a Colombia empaco arepas, chocolate de mesa, chocorramos, platanitos dulces y salados, té de coca y café y más café”.
En mi caso, debo confesar que en cuestiones de paladar soy más dado a la exploración, e incluso a la inculturación, más que a la nostalgia. Siento fascinación por unas tortas de arroz indias llamadas idli; incorporé el mate cuando viví en Argentina; con cierta vergüenza afirmo que mis cafés favoritos vienen de África, y he llegado a declarar que comería a diario unas bolas de arroz rellenas de Japón, conocidas como onigiri (hay un leit motiv con el arroz). Es un efecto de la globalización y, como dirán los críticos, del ‘privilegio’, pero este fenómeno me permite también no extrañar y comprar masa para arepas en España, fabricada en Italia, con etiqueta de NGO (no modificada genéticamente) ¿Será que el maíz de nuestras arepas era modificado?
En fin, decía que tu carta me hizo reflexionar sobre los sentidos, la memoria y, por supuesto, la pertenencia, tema de tu primera carta. Sé que tienes en casa un neurocientífico, así que podrás corroborar con él cómo en la última década el número de sentidos descritos ha crecido. Alguna vez, preparando una clase sobre el tema, encontré que de la pálida cifra de cinco, se ha pasado a 21, 33 o incluso 53 sentidos (propuesta del eco-psicólogo Michael J. Cohen). Por supuesto, la discusión varía dependiendo de la definición. En el diccionario de la RAE, la sola palabra ‘sentido’ tiene 12 acepciones, más 10 combinaciones, pero para los efectos de esta carta el significado más cercano es el tercero: “Capacidad para percibir estímulos externos o internos mediante determinados órganos”.
Continuando con esa explosión de sentidos, la lista de capacidades incluye nombres exóticos con descripciones sugerentes. Enumero (como nos gusta): nociocepción, percepción del dolor; propriocepción, consciencia de las partes del cuerpo; equilibriocepción, sensación del balance; termocepción, atención al calor, sobre el frío algunos autores dicen que debería ampliarse la lista, y para dejar el resto a la curiosidad, termino con el sentido mental, aquel que nos permitiría dar cuenta de los estados internos y externos asociados con la relajación o el estrés.
Tu relato, tejido de sentidos y revelaciones, evocó uno de los mejores libros que leí el año pasado. Se titula Devenir animal: Una cosmología terrestre y fue escrito por el filósofo David Abram. En sus páginas, el autor narra su camino para recobrar la atención y, sobre todo, la tensión en sus sentidos, con el fin de percibir a otras criaturas, seres y territorios. No habla de ‘naturaleza’, ni de ‘medio ambiente’ y mucho menos de ‘recursos naturales’, pues quiere sanar la herida de separación. Por ello, emplea el término más-allá-de-lo-humano (more than human world), en un intento por sugerir el vasto océano de interacciones ocultas a nuestra isla humana. Comparto este fragmento para que sientas su poderosa invitación:
“Sintonizar nuestros sentidos animales con el terreno sensible: fundir nuestra piel con la superficie de los ríos ondulada por la lluvia, unir nuestros oídos con el trueno y el croar de las ranas y nuestros ojos con el cielo fundido. Sentir el pulso polirrítmico de este lugar, este cuerpo de agua y roca azotado por el viento. Este ser trepidante en cuya carne estamos insertos.
Devenir tierra. Devenir animal. Devenir así plenamente humanos” (2021:15).
Como sabes, hace trece años hice un cambio radical en mi vida. Partí de nuestra Bogotá, fría y agitada; renuncié a mi trabajo como editor y profesor, y dejé atrás una empresa con un futuro auspicioso. Me fui a Santa Marta, a aprender técnicas contemplativas y a servir en un centro de retiros. Después de un año, me mudé a la Sierra Nevada de Santa Marta, para profundizar esas prácticas, y acompañar a otros en procesos de autoindagación, duelo o adicción.
Cito este momento porque significó un umbral para mis sentidos. Hasta ese contacto con el bosque húmedo tropical, mis pies desconocían la sensación de la tierra negra después de la tormenta, mi piel ignoraba el solaz del rocío. Allí mi lengua tuvo un renacer con la papaya o la guanábana recién bajadas; mis ojos despertaron a los juegos de la luz, el rojo de las guacamayas o la cópula de las serpientes en el río. Y mis oídos, ¡ay mis oídos!, se encendieron con el aullar de los monos, el alboroto de las aves y el ulular del búho.
Este último sentido ha sido siempre la puerta de entrada a mi ‘devenir animal’. Es el que está más cercano a mis instintos, para bien o para mal. El sonido del oleaje, un solo de chelo o la lectura de un poema son capaces de emocionarme hasta el llanto. Por otra parte, un taladro, la música estridente o una frase hiriente me debilitan e irritan. El tiempo de retiro en la selva, que se extendió por casi tres años, me enseñó sobre los sonidos que me hacen bien y especialmente acerca de los silencios.
Lo que te voy a contar no sé si tenga evidencia científica, pero puedo dar fe de ello y tengo testigos del fenómeno. La primera vez que lo experimenté habían pasado dos semanas. Estaba sentado junto al río, con un café, pensando en la jornada que acababa de pasar. Los pájaros comenzaron su canto de despedida y, de pronto, vino un silencio. Salí de mis pensamientos y presté atención. Pasaron unos segundos donde incluso sostuve el aliento, y entonces comenzaron a cantar las cigarras. Atesoré el instante, pero seguí con mi rutina. Semanas después, antes de la madrugada, estaba en medio de mi meditación y prestaba atención a los animales de la noche. Sentí como si subieran el volumen y, de repente, una pausa.
Silencio. Más silencio.
Poco a poco llegaron los cantos de las aves, como si fuera un cambio de turno. A partir de ese momento, busqué acudir a las dos citas. Compartí con quien era mi compañera esa experiencia y si teníamos visitantes revelábamos el secreto. Pocas veces he vuelto a estar en territorios donde esta experiencia se palpe de forma tan diáfana. No obstante, la busco incluso en la ciudad. De la misma forma que trato de ver el amanecer o el atardecer, otra de las prácticas heredadas de ese tiempo.
***
Ahora, quiero compartirte una experiencia reciente. Hace algunas semanas acudí a un concierto del guitarrista español Pablo Sáinz-Villegas, en el Teatro Jovellanos de Gijón. La fama lo precede, se ha dicho de él que es el sucesor de Andrés Segovia, ha tocado con las orquestas sinfónicas y filarmónicas de Chicago, Berlín, Los Ángeles y Nueva York. Tiene la triple personalidad de virtuoso, estrella y filántropo. Acudí al concierto para ver un referente. El programa era un crisol: obras de Bach, los españoles I. Alberniz y J. Rodrigo, el brasilero H. Villalobos. Y mis favoritas: Konyunbaba, Op. 19, del italiano C. Domeniconi sobre Turquía, y la pieza Un sueño en la floresta, del paraguayo A. Barrios, probablemente una de las interpretaciones más bellas que he presenciado en los últimos años.
A la esperada destreza del maestro, se sumó su carisma y capacidad pedagógica. Antes de cada obra explicaba la intención del artista, el momento vital del compositor, la estructura musical y, lo más interesante, el significado que tenía para él como intérprete. Ya estos ingredientes garantizaban un espectáculo singular. Sin embargo, faltaban varias ‘vueltas de tuerca’. Al comienzo de la tercera obra, el artista interrumpió la pieza, respiró y dijo: “Hay algunos murmullos en la sala. Ustedes crean la música conmigo, pido silencio para que la veamos aparecer”.
Continuó el concierto y cada vez que terminaba, los aplausos y vítores eran más intensos. Entonces, con gentileza, antes de comenzar una de las últimas obras nos pidió que permitiéramos el silencio al final para decantar la experiencia, y declaró: “El silencio es el lugar donde habita la música”. A partir de ese momento, se convirtió en una práctica. En las últimas interpretaciones comenzamos a sentir la necesidad de alargar ese espacio-tiempo de asimilación y presencia. El artista creció y, a la vez, se hizo humilde, un instrumento.
Terminó el concierto con el público de pie y honró la expresión con la última obra. Sonrió, habló del desafío de los móviles en los conciertos y nos invitó a sacarlos para grabar una última pieza. Además nos instó a compartirla en redes sociales.
De una u otra manera, parecía un exabrupto, una ruptura de esa complicidad que el silencio había creado. A la vez, era la celebración de esa capacidad inveterada y hoy extraña de ‘estar juntos’. Comenzó a tocar, quise resistir la tentación, pero las pantallas con la miniatura del guitarrista y la idea de compartirte este momento hicieron que sucumbiera.
Me despido con estas dos postales de sonido y silencio, deseando que la primavera exterior del sur haga florecer tus creaciones.
A la espera de tus letras.
Mauricio-Ishwara1
Mauricio-Ishwara: Aprendiz serial, peregrino, meditador, escribidor y facilitador de procesos de cambio personal y colectivo. Nació en Colombia, vivió nueve años en Argentina y está radicado en España. Ha trabajado como editor, profesor universitario, asesor estratégico de organizaciones, activador creativo y columnista. Es cocreador del proyecto Orilla Futuro. En Instagram es @ishwara_peregrino.