Temporales
Una carta sobre lluvia, nieve, frío y hojas secas. Un otoño atípico con Los [atemporales] Andes de fondo. Por: Nathalia Salamanca.
Querido Ish,
Estas letras, en respuesta a las tuyas, me han estado habitando desde que se anunció el primer temporal del año en Santiago de Chile. Entonces, se esperaban no sólo lluvias constantes –como sabes, una rareza para la ciudad y una celebración para mi corazoncito selvático–, sino también, decían los presentadores del noticiero algo ilusionados, era probable que nevara en comunas atípicas como Santiago centro y Providencia. En la tele reproducían una y otra vez imágenes de archivo de 2017: niñas y niños jugando con nieve en la Plaza Baquedano. Plaza que un año después ardería como epicentro del estallido social chileno. Ahora también se le conoce como Plaza Dignidad.
Temporales.
En esta época otoñal en Santiago, o en Chile en general, porque también he tenido pedacitos o fotogramas de esta estación más al sur, he estado sintiendo una nueva relación con el frío. No es mi primer otoño, ni en la vida ni en Chile, pero se siente un poco así.
Una fortuna, creo. Aunque también un reto.
El sonsonete del mundo habla de lo ‘atípico’ de la estación. Mis recuerdos en el carrete fotográfico lo confirman: hace un año andábamos tranquilamente con polera (camiseta) en casa. Este mayo ha llegado con temporales, polerones (sacos abrigados) y pies helados.
Y apenas estamos en otoño.
De mis estaciones favoritas, siempre digo. Las hojas quebrándose bajo mis pies; la lenta transición de tonos del follaje; las aves que se esconden –migran–; las temperaturas que empiezan a descender; los días que se empiezan a acortar; la llegada de hábitos fundamentales como cambios en la ropa, encender estufas, tomar bebidas calientes, ‘envenenar’ el café, pedirse un Hot Toddy en un bar –si uno tiene la fortuna de estar en Escocia–, buscar una cazuela de vacuno humeante –si uno tiene la fortuna de estar en Chile–, echarle picante a toda la comida que se pueda –para calentarse desde adentro–, sacar del clóset bufandas, guantes, gorros, chaquetas –o parkas, como les dicen aquí–, esconder la ropa veraniega en una maleta –aunque no mucho, por mi naturaleza anfibia que bien describes en tu carta anterior “La danza entre enraizar y partir”– y transitar con paciencia, pasito a pasito, esta temporada.
“El frío también nos abriga”, me escribió Dora desde las montañas del Cauca en Colombia cuando le conté que ya había nieve en la cordillera.
Temporales.
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Cuando empecé a garrapatear esta carta se anunciaba el temporal –en su séptima acepción del diccionario: tiempo de lluvia persistente–, y que cayera agua me hacía ilusión, no sólo por lo que representa para una ciudad tan seca y polucionada como esta, sino porque sabía que los nubarrones también traían la nieve.
“En la vida de todos llega el día cuando el territorio habla”, me dijiste en tu carta, y otoño en Santiago es justamente cuando la cordillera que ha permanecido de alguna manera silente, compañera expectante y paciente, de un momento a otro se ilumina. Brilla, poderosa. Primero de a poco y luego encandila.
La belleza y la dureza juntas.
Y ahora quiero justamente hablarte de la fortuna que es vivir un otoño atípico en Santiago, en un esfuerzo consciente de abandonar el sonsonete que impone la temperatura y dejar registro de lo que esta nueva experiencia está significando para mí.
Hace un par de semanas, una reunión convocada por la Unesco trajo a la ciudad a colegas periodistas y narradores de distintas latitudes, algunos de ellos, como yo, pertenecen a la Red Tejiendo Historias (un colectivo de personas indígenas y no indígenas que cocreamos historias en Latinoamérica).1 Para mi sorpresa, Santiago les recibió con el día más frío del año –hasta entonces–. Los viajeros, algo preparados para un otoño ‘no tan fuerte’, rápidamente se vieron superados por el clima y en una conversación que tuvimos, mientras compartíamos un café y un bocadillo veleño que una amiga trajo en la maleta desde Colombia, aproveché para hacerles ver la fortuna que tenían de llegar justo en ese momento porque la cordillera recién había empezado a blanquearse y ya se veía como un brownie espolvoreado con azúcar.
Los Andes. Atemporales.
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Desde que nos vinimos a vivir aquí con L, hace ya un par de años, hemos empezado una lista consciente de lo que nos gusta de esta ciudad para, con tozudez, intentar imponérsela al cerro de razones que nos expulsan de ella. Y hay que decir que en esa lista la cordillera tiene un lugar protagónico.
Su sola presencia es refugio. Verla a lo lejos es evadirse de la ciudad, aislarse voluntariamente, acordarse de respirar lento. Ir a verla, zigzaguear sus caminos, es refrescarse, tranquilizarse, agradecer la cercanía. En ciertos sectores de Santiago, tan llenos de edificios –unos más altos que otros–, toparse con la cordillera que se asoma es como sentirse en un juego de escondidas que ni sabías que estabas jugando, y, claramente, emocionarse por encontrarla.
Cuando pienso en la manera en que este territorio me habla ahora, desde “mi casa en el aire”, siento que tal vez es un momento en el que grita: grita con el frío, grita con la manera en que el cuerpo se siente en ese frío, y grita por cómo la cordillera empieza a brillar, cubierta de nieve. El territorio, que suele ser ruidoso por los ritmos afanosos tan típicos de las ciudades, ahora parece cubierto por un ruido blanco, es como si el frío sobrepasara en decibeles al tráfico, a la polución, a los afanes, dándole espacio a otras sensaciones, más íntimas, como si a la fuerza ese ‘ruido’ te llevara hacia adentro.
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Temporales [en su cuarta acepción. Que pasa con el tiempo, que no es eterno].
En un sueño hace poco miraba al cielo y veía pasar a muchas aves en proceso migratorio. Lo curioso es que no viajaban solas sino que en sus patas llevaban unas grandes redes o mallas, como esas de pesca, y cargaban a otros animales. Parecía una gran migración. En una parte de mi sueño, yo dejaba de mirar hacia arriba y me embarcaba en algún tipo de vehículo volador, ‘empacaba’ a las personas que estaban conmigo y piloteaba la nave para unirme a quienes se iban, sumándome a ese gran vuelo colectivo camino a quién sabe dónde.
Envidio a los pájaros, supongo, que cuando inicia el frío ‘pescan’ sus cositas y se van.
Yo, en todo caso, me aferro a la cordillera.
Abrazos desde este otoño hasta tu primavera.
Nathalia.2
Animada por el medio Agenda Propia, la Red Tejiendo Historias es la comunidad de periodismo intercultural más grande de América Latina (Abya Yala). Nuestro encuentro santiaguino tuvo como propósito aprovechar los viajes para ‘desvirtualizar’ nuestras juntanzas y consolidar un manifiesto que se hizo público el 3 de mayo de 2024 con motivo del Día Mundial de la Libertad de Prensa: #LaPalabraEnRiesgo: La Madre Tierra habla. ¡Escuchemos!
Nathalia Salamanca Sarmiento. Escucho, leo, escribo, edito, así, una y otra, y otra vez. Colombiana, con siete años acumulados en Escocia (en donde escribí mi primer libro) y ahora viviendo en Chile. De formación periodista, como investigadora he trabajado en medios de comunicación, organizaciones sociales, organismos internacionales, centros de pensamiento y espacios académicos en Colombia, Chile, Reino Unido y Alemania. En Instagram @nthl137 y en Twitter @nthl_s
Que belleza.. creo que una forma de volver a los lugares es así, con las letras sencillas y amorosas de quienes los habitan.. gracias por traer con letras imagenes y sonidos tan dicientes. Ama mucho a Chile por quienes estamos en la distancia