La danza entre enraizar y partir
Una carta sobre el poder del territorio y el arte del adiós. Por: Mauricio-Ishwara
Oigo un remo que surca las ondas.
Se me encoge el estómago.
Lloro en la noche.
Despedida, haiku de Matsuo Bashō
Amiga viajera,
Te saludo desde Cabo de Palos, un pueblo de pescadores a orillas del mediterráneo español, custodiado por un faro con más de 160 años. Este lugar de mar claro será mi refugio por algunas semanas, antes de emprender un nuevo peregrinaje.
Mientras en Chile despides las hojas y ves los árboles llevar la vida hacia la raíz, aquí la vitalidad se manifiesta con intensidad. Por ello, he valorado tus invitaciones a “cazar la novedad y observar el jardín”. En mi caminata de hoy, por ejemplo, vi un hibisco salmón escondido entre una buganvilia, un cactus florecido en la parte trasera de una casa y una flor salvaje aferrada a una grieta.
Al leerte, celebré que recibieras mi carta en tu cumpleaños y me conmovió cuando hablaste del intenso zigzagueo mental. Te alegrará saber que tu carta también me acompañó durante un cambio intenso. Tu travesía me dio coraje. Te imaginé en ese largo periplo desde la isla chilena de Chiloé a Santiago, pasando por nuestra Bogotá, con destino final Putumayo. Admiro tu capacidad anfibia de habitar diversas culturas y territorios.
De tus letras valoré en especial la exhortación de la mujer del pueblo inga: “[Desterrar] la idea de que el territorio es algo que está ‘allá afuera’ y que los únicos que lo habitan son los seres que ‘podemos ver’ ignorando el mundo espiritual y lo invisible”. El consejo cobró especial relevancia porque hace algunas semanas dije adiós a la ciudad de Gijón y a la provincia de Asturias. Como te conté en mi primera carta, llegué a esta región hace un poco más de un año, permanecí seis meses en una cabaña en las montañas y luego me radiqué en la ciudad. En ese breve lapso viví todas las estaciones, externas e internas: bienvenida, plenitud, sequedad y decaimiento. Y de nuevo, regeneración. En este tiempo, el territorio, con sus transiciones y mensajes, fue más protagonistas que escenario. Es decir, practiqué el arte de relacionarme con el espacio ‘como un ser’, mas que como un conjunto de objetos o una escenografía de mi individualidad.
En esta carta, compañera de letras, quiero hablarte de esa relación con los lugares y de mis intuiciones acerca del adiós.
Crecí en un departamento, de un conjunto residencial, al lado de una gran avenida, en Bogotá. Dormí en una cama separada del suelo, fui instado a usar calzado y evité así la experiencia de mis pies descalzos. ‘Mi territorio’ era a lo sumo mi habitación y los objetos de mi propiedad. En mi adolescencia me mudé a una casa ajena, donde todo estaba organizado. Esa adaptación reveló por primera vez la incidencia del espacio en mi forma de ver y estar en el mundo. Luego de la resistencia, la flexibilidad fue el único camino.
Con los años, me moví dos veces más dentro de la ciudad. Aunque los lugares eran ahora míos, la logística, la preparación del nuevo lugar y mi ‘analfabetismo’ emocional solaparon siempre la voz de los espacios, la nostalgia por lo dejado atrás, la ansiedad por el porvenir y otras experiencias profundas.
Sin embargo, en la vida de todos llega el día cuando el territorio habla. Sea por nostalgia, desarraigo o extrañeza, llega el momento de sentir ese nervio que nos conecta con la tierra de origen o con los escenarios a los cuales empezamos a pertenecer. En la última década, las ciencias cognitivas han revelado la relación entre la corporalidad, los espacios y los mapas de la realidad. Hoy no es extraño encontrar estudios donde se evidencian, entre otros, la capacidad de los bosques para mejorar los marcadores inmunológicos, o el rol de los entornos naturales y espacios azules para incrementar la memoria y la atención. Incluso han surgido campos como la ‘neuroarquitectura’, que analiza con rigor científico cómo los espacios modifican los estados emocionales y favorecen aspectos como la imaginación.
Cada lugar es un sistema vivo, donde los elementos interdependientes establecen un equilibrio dinámico. Es decir, las partes actúan y afectan a otras; las condiciones del intercambio son variables, y por ende, los resultados son impredecibles. Un territorio es como una telaraña que a la vez contiene participación y cuidado. Una red sensible que puede verse influida por el rocío o la brisa, y una trama robusta capaz de sostener y nutrir.
Durante los tres años que viví en la Sierra Nevada de Santa Marta y por la cercanía a la cosmovisión de las comunidades indígenas, comencé a ser un poco más consciente del poder de los territorios y de la necesidad de establecer una relación con ellos. Los mamos (líderes y sabios) de la región me enseñaron a pedir permiso y agradecer. Me instaron a leer los mensajes de la tierra y sus criaturas. Y me insistieron en la obediencia a los ritmos. En el 2015 me fui a Argentina y comencé una nueva vida en la ciudad. Mucho de ese aprendizaje fue puesto en el desván, y sólo lo traía cuando volvía a entornos naturales.
Llegó la pandemia y el confinamiento. Y se despertó en mí la herida del desarraigo. Lo hizo con un llamado a la huida. Al indagar con mi terapeuta Daniela, descubrí que esta experiencia me había acompañado desde la infancia, e incluso hallé vestigios en mis ancestros. Varios de ellos fueron desplazados por la violencia del país o se movieron a las ciudades en busca de oportunidades.
Para trabajar este sentimiento, ella sugirió ‘enraizarme’ o volver a la tierra. Habitaba una casa rentada y era probable que tras la pandemia me mudara. Aun así, comencé a hacer rituales de pagamento, recorrí el espacio, aprendí de las especies y me adentré en la historia del lugar. Cultivé la pertenencia. También sembré la primera planta de la huerta con un ritual y puse en sus raíces una carta al territorio. Incluso, en mis meditaciones visualicé que de mi cuerpo salían raíces. Comencé un romance con el lugar, invoqué la dedicación del amante y llegué a llamarlo ‘hogar’.
Un año después llegó el momento de partir. Primero resistí, y después sentí el frío desprendimiento. Regresó el llamado a huir. En la autoindagación descubrí que en el pasado, para evitar el dolor, dejaba atrás los espacios sin decir adiós. La tarea fue clara: hice una lista de las personas cercanas, planeé encuentros de cierre, expresé mi gratitud y me despedí del lugar con cada uno de sus seres. En últimas, tomé consciencia de quién era cuando llegué y cómo me iba tras el vínculo con ese ecosistema.
Este último año en España he vivido con mayor sensibilidad esa relación. Al llegar a la cabaña en el bosque viví un tiempo de transición. Sentí con intensidad el adiós al territorio austral, como el remo que surca las ondas y encoge el estómago en el haiku de Basho. Experimenté la tensión de lo nuevo, pedí permiso a la tierra para habitarla y afiné la atención para sentir, poco a poco, cómo los seres del lugar me recibían. Seis meses después vino el duelo que te he mencionado en mi primera carta. En ese estado de fragilidad, cuando muchas de las anclas desaparecieron, sólo el bosque y la disponibilidad a lo incierto me dieron refugio. Durante semanas caminé solo por las montañas, sentí en mi cuerpo el despliegue del invierno y fui testigo de la primavera exterior, aunque mi renacimiento no ocurriera. Dije adiós en una conversación amplia con el territorio. Comparto en este poema una postal de mi última mañana:
Mañana
Mañana de la partida
última contemplación
de nubes ligeras
relieves caprichosos
bosques y pasturas.
Mañana de la partida
despertar lento
en resistencia
extensión de la agonía
apego a ese vivir.
Mañana de la partida
exceso de equipaje
viaje hacia ninguna parte
pobre de una década
futuros ahora sin tierra.
Mañana de la partida
reverencia a la cocina
donde conjuré finales
al salón donde fuimos plural
a la recámara del sentido.
Mañana de la partida
un instante ante la puerta
fortín ante el vendaval
fantasía del mundo sin dolor
testigo mudo.
Mañana de la partida
marcha final por el pueblo
descenso empinado, demasiado estiércol
día de llovizna tímida
casas vacías, aposentos derruidos.
Mañana de la partida
atención a los mensajes de la inocencia
el perro leal agita su cola y aúlla
la mano callosa del vecino estrecha firme.
Una lágrima por la despedida silenciosa.
Amiga, ha pasado un año desde este instante y hace algunas semanas el adiós volvió a ser protagonista. Por seis meses, Gijón fue sinónimo de amistad, mar, vitalidad y regeneración. Este escenario me permitió el anonimato y el inicio de vínculos desde este ser que estoy siendo. Pese a estar en la ciudad, nunca perdí la consciencia de estar anidado en un espacio. Me dejé habitar por el mar, la montaña a lo lejos, los perros y gaviotas, la diversidad de las construcciones e incluso por aquello que me generaba resistencia. Pertenecí y habité.
El adiós también se hizo más ligero, aunque los vínculos fueran entrañables. Me gusta pensar que en el peregrinar, como en las estaciones, vamos aprendiendo que los tiempos de dejar ir y volver a la raíz preparan el nacimiento y la plenitud. En mi despedida, fui al mar en el amanecer. Con mi amigo Julen caminamos lento hacia el agua y en mi mente recordé estas palabras del poeta David Whyte:
“Bajar a tierra es iniciar una conversación valiente,
dar un paso en la dificultad,
y, al dar ese primer paso, comenzar el movimiento
a través de todas las dificultades,
para encontrar el apoyo y la base que ha estado
bajo nuestros pies todo este tiempo”1.
Con el anhelo de que al recibir mi carta experimentes ese refugio bajo tus pies, te envío mi abrazo.
Ish2
Whyte, D. 2019. Consolations: The Solace, Nourishment and Underlying Meaning of Everyday Words. USA: Canongate Books Ltd. Traducción propia.
Mauricio-Ishwara (Ish): Aprendiz serial, peregrino, meditador, escribidor y facilitador de procesos de cambio personal y colectivo. Nació en Colombia, vivió nueve años en Argentina y está radicado en España. Ha trabajado como editor, profesor universitario, asesor estratégico de organizaciones, activador creativo y columnista. Es cocreador del proyecto Orilla Futuro. En Instagram es @ishwara_peregrino.
Amigo querido, te digo amigo porque así te siento a través de este texto. Me ha resonado mucho tu carta, gracias por tu sensibilidad y apertura a vivirlo todo tal cual se presenta. Este abril que acaba de acabar fue muy fuerte para mi precisamente por lo que traes a este texto, los espacios, el moverse, el arraigo y la despedida. Primero estuve en Chile 18 días y sentí que una parte de mi corazón se quedó en aquel largo país y en mis ganas de huir de aquello que me dolía (no estar allá), estuve rechazando todo lo que me recordara a Chile, dejé de seguir las paginas de instagram y tik tok que seguí cuando estaba preparando el viaje y me enojaba cuando veía publicaciones en redes sociales con personas o lugares del país; con los días y las lagrimas fui aceptando que se me quedo una parte del corazón allá y allá esta bien, esta muy bien acompañando a los seres tan hermosos que conocí, abrace y ame; esta muy bien latiendo junto al nevado osorno, arrullado por las olas del mar frío y espejado en las noches de estrellas que viví y quizás algún día el corazón que se me quedo allá me vuelva a llevar a abrazar nuevamente esos lugares y seres amados, o tal vez, ese fuerte latido me conduzca a otro lugar con el corazon tan abierto como me lo enseñó a abrir Chile. A la tusa por Chile, se sumo que me mude de ciudad, practicamente pase del aeropuerto a mi nuevo espacio, dejando mi conocido y amado apartamento en mi ciudad natal para estar en Bogotá por una temporada. Es increible la relación que se teje con los espacios y no es solamente por apego material capitalista; mi apartamento es un sencillo espacio de 46 m2 que aún se esta construyendo, no tiene aún todas las pertenencias que yo deseaba pero como las empecé a extrañar, esas lagrimas que salían de mi por no estar en el apartamento me ayudaron a reconocer que hice de aquel espacio el lugar de mi seguridad sicologica y que ahora ante el movimiento temia perder... me dedique abril a viajar por trabajo en una HUIDA por no estar en Bogota en este nuevo lugar. Sin embargo, hace unos días decidi que no puedo huir toda la vida y proyecte que mayo estaría acá sin buscar huir. Tu invitación a construir pertenencia y hogar en los lugares que habitamos es hermosa, probare en mayo como me va con esta invitación y te ire contando. Gracias porque tu texto es tan hermoso, que provoco en mi, ganas de escribir por primera vez sobre esto. un abrazo
Que texto tan hermoso! Muchas gracias, llegó profundo.