Aquí, allá y acullá
Una carta sobre la invitación a mirar hacia adentro y el zigzagueo de la vida. Por: Nathalia Salamanca
La habitación está oscura. Una luz blanca apenas se filtra por las persianas y alcanza a trazar una serie de líneas en el techo. Me recuerda los renglones de un cuaderno. Me recuerda la carta que aún no te escribo.
Bogotá, ocho de marzo de veinte veinticuatro, 5:45 de la mañana.
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Amigo Ish,
Hace un mes recibí tus letras. Recordar leerte es ‘trasplantarme’ al jardín que conecta las dos casas en donde suelo alojarme en la isla de Chiloé, en el sur de Chile, cuando tengo la fortuna de ir. Recuerdo cómo sonabas en mi cabeza al leerte –porque siempre te leo primero antes de escucharte leyendo; ese es un placer que me reservo como quien guarda un postre para saborearlo con tiempo–, recuerdo pasearme, enchancletada, con el sol calentando. Recuerdo que tu carta llegó justo el día de mi cumpleaños.
Entonces, me quedé aferrada a una imagen que compartiste sobre los caminos interiores (“estar atento a sus senderos interiores a medida que camina por territorios exteriores”), recuerdo imaginarla, casi sentir rutas dentro de mi cuerpo, abriéndose, zigzagueando. Y sentir un llamado a ir hacia adentro. Nuestro intercambio epistolar ha habitado, en alternancia, nuestros lugares internos y externos, y después del viaje que me regalaste con tu estancia en Italia y luego las letras que llegaron desde Portugal, trayendo su brisa, tu regalo del siete de febrero fue una invitación a quedarme adentro un rato.
En todo caso, suena más fácil de lo que ha sido. Este también ha sido un tiempo de sentirme demasiado en mi cabeza, como cuando uno tiene una casa grande, llena de recovecos, una sala de estar iluminada, una cocina calentita, un balcón con vista, e igual se mantiene en una misma habitación, ahí, obsesivamente, caminando en círculos, mirándose los pies. Sin detenerse pero sin moverse. Sin detenerse.
Creo que si algo ha cambiado de mi versión 2014, pa’ calcular sólo unos diez años atrás, es que ahora tengo la habilidad o la destreza quizás de identificar mis patrones obsesivos, esos momentos en los que entro voluntariamente al maremoto que me creo en mi cabeza, whirlpool te dije una vez, e intento con constancia, paciencia y cariñito, sacarme de ahí para respirar, fijar los ojos en ‘algo’ afuera, algo quieto –como le dicen a uno en las crisis de vértigo–, y sentirme lo suficientemente tranquila para recordar que prefiero fluir con la vida y no ‘tragar agua’ llevándole la contraria –referente a un encuentro sacudidor que tuve una vez con el mar caribe cerca de las montañas de las que hablaste en tu carta Silencios sostenidos–.
Estas letras van hacia esa invitación que me llegó con tu carta y a mi determinación de lograr observarme e ir hacia adentro, acordándome de visitar otros lugares de mi casa.
Hay un truco bastante sencillo que aprendí en mis clases de yoga, práctica en la que me inicié por la necesidad de crear espacio suficiente entre mi yo-obsesivo-con-el-trabajo y un yo que desconocía: quién podía ser cuando no estaba trabajando. Está la respiración, claro, ese llamado a la presencia con un ‘prestar atención’ al aire que entra y sale del cuerpo, y la que más me gusta que es la de ponerme las manos en el vientre para sentir cómo se mueve justamente cuando respiro. Hay veces en que estoy tan desconectada de mi cuerpo que ni se infla la panza al respirar, como que es una respiración cortita, afanosa, que ni se preocupa por darse un buen recorrido interno. Entonces, me quedo ahí un rato hasta que la regulo, siento el movimiento y regreso. Recuerdo que soy toda una casa y no sólo la cabeza.
Otra manera de sacudirme y habitarme entera es corriendo. Mirar cómo está el clima, cambiarme de ropa, amarrarme los tenis (las zapatillas) y echar a andar. Siempre digo con tono de burla que es un deporte que me conviene porque si no presto atención, si me quedo mucho tiempo en mi cabeza aislándome del mundo, me caigo. Así que la presencia es obligatoria para evitar golpes, accidentes, torceduras. De mis épocas en las que trotaba más que todo sola, me quedó la experiencia del entrenador virtual, Andy Puddicombe, y sus audios sobre mindfulness mientras completaba dos, tres, cuatro kilómetros. Esos paseítos guiados son una manera de invitar a alguien más a la habitación en la que uno se ha pasado obsesivamente encerrado y permitir que te conversen, que abran tantico las ventanas, que ese lugar que a veces luce abrumador, sobre todo cuando hay descontrol, resulte un espacio agradable, tranquilo, conectado con el resto de la casa.
De sus consejos, los de Andy, me he quedado también con la invitación a observar siempre algo nuevo, algo que no haya visto en el camino, aunque sea el de siempre. No sé bien si de ahí ha nacido mi obsesión con pararme a observar flores. O no sé simplemente si fue algo que llegó a mi vida o que se reafirmó en mi vida cuando cumplí cuarenta años; como un ritual de nueva década. El hecho es que me siento como ‘niña chica’ con los colores, las texturas, viéndolas asomarse, crecer, marchitarse (de ahí mi carta pasada de inicio de año: Observar un jardín). Proceso que disfruto mucho más cuando tengo la fortuna de vivir donde hay estaciones, donde son evidentes los tránsitos.
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Y vuelvo entonces a la isla de Chiloé. Recuerdo tu carta y que la leí en un periodo en el que se sentía el verano –que por allá en el sur se siente más corto, como ocurría cuando vivía más al norte, en la isla del Reino Unido– pero, sobre todo, se sentía que ya iba de salida. Que venían cambios.
Febrero es un mes particular en Chile. Es como el bonus track del fin de año. Le he dicho a L que creo que fueron bien avispados los chilenos al no juntar la navidad y el año nuevo con las vacaciones de fin de año, como hicimos los colombianos. Ellos realmente vacacionan en febrero, en su época de verano más fuerte, más caliente. Y ahora que escribo estas letras en marzo, trasplantada brevemente en un viaje intenso y apretado a Colombia, intento imaginarme qué tan oscuro estará nuestro departamento en Santiago a esta hora, qué tanto frío estará haciendo en la isla, a qué velocidad y ritmo estarán cayendo las primeras hojas en el sur de nuestro sur. Aquí, los amaneceres y atardeceres son regulares, y en estos días, tanto en Bogotá como en Mocoa, ha caído suficiente lluvia como para regar esos caminos internos míos que venían extrañándola desde hace un buen rato.
Bendita la lluvia.
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Intento imaginarme en dónde te encontrarán estas letras. Quiero creer que te llegarán con postales del verano austral, flores del camino y lluvia cordillerana. Espero, eso sí, que te encuentren habitándote entero, dentro y fuera, desterrando la idea –como dijo de manera insistente una de las mujeres del pueblo Inga con quien me encontré esta vez en mi paso por Putumayo– de que el territorio es algo que está ‘allá afuera’ y que los únicos que lo habitan son los seres que “podemos ver” ignorando el mundo espiritual y lo invisible. Esa es una idea que he venido rumiando desde que la escuché y ‘la vi’ pintada en unos mapas territoriales que han trabajado los pueblos indígenas andinoamazónicos. Seguiré procesándola consciente e inconscientemente y sin duda se aparecerá de nuevo en mis letras. Porque bueno, otra manera de salirme del relajo de la cabeza –cuando la cabeza es un relajo– es escribiendo.
Abrazos desde Bogotá con fragmentos de Chiloé-Mocoa-Santiago.
Nathalia.1
Nathalia Salamanca Sarmiento. Escucho, leo, escribo, edito, así, una y otra, y otra vez. Colombiana, con siete años acumulados en Escocia (en donde escribí mi primer libro) y ahora echando a andar la vida en Chile. De formación periodista, como investigadora he trabajado en medios de comunicación, organizaciones sociales, organismos internacionales, centros de pensamiento y espacios académicos en Colombia, Reino Unido y Alemania. En Instagram @nthl137 y en Twitter @nthl_s