'Uncharted territories' - O lo inexplorado
Una carta sobre cultivos, lluvias, preguntas y arcilla. Respuesta a una invitación a explorar "aquello en lo que nos estamos convirtiendo". Por Nathalia Salamanca.
“Llevamos las vidas que hemos imaginado, al igual que llevamos las vidas que tenemos, y a veces llega el momento de rendir cuentas por todas las vidas que hemos perdido”.1
Helen Macdonald en H de halcón (2014).
Escritora y naturalista británica.

Querido Ish,
Inicio esta carta agradeciendo tu escucha. No sólo la de tus letras de respuesta, que me conmovieron de manera particular, sino en general la que me has ofrendado en este tiempo de co-inspiración y con-fabulación.
Hace poco celebramos el primer año de nuestro proyecto epistolar –“Esos que fuimos”🔗–, y, entonces, recuerdo pausar un momento para preguntarme por lo que hace especial nuestra escritura, lo que hace que no sea un ejercicio individual o ‘meramente’ autorreflexivo (sin demeritar, claro está, la autorreflexividad), y aterricé así en el intercambio: ese que nos regalamos de silencio para compartirnos y de presencia para leernos.
Entonces, inicio por ahí: agradeciendo tu escucha en este tiempo.
Ahora, paso a agradecer la atención ‘a manos llenas’ que me regalaste con tu carta de respuesta.
Cuando recibí tus letras en “La cordialidad con lo efímero”🔗, recuerdo mantenerlas ‘escondidas’ hasta que pude honrar su llegada oyéndolas mientras me paseaba a orillas del Villarrica (la imagen que abre este texto es de un mural que fotografié ese día mientras dejaba atrás el lago). Tuve [tuvimos, quizás] la buena suerte de que tu carta me encontrara en un viaje corto al sur –cortesía del último fin de semana largo de Chile de este dos mil veinticuatro–. Las aguas calmas del lago acompasaron la mirada fija que me regalaste.
Agradecí tu sorpresa ante los ojos entapabocados que me miraban al inicio de mi carta anterior. Observé curiosa tus emociones ante nuestro encuentro santiaguino, fuera de estas páginas, en el que sentiste que tal vez no habías ‘sostenido la mirada’ lo suficiente porque te perdiste de esos nuances (matices) de lo que había ocurrido conmigo en mi primer encuentro con el sistema de salud chileno. Disfruté, en todo caso, verte desanudar esa sensación al aventurar las letras en las que dices que la escritura tiene sus propias capas, ya que, como conversamos en nuestro encuentro celebratorio, e igual reflexioné al leerte: somos personas distintas, más complejas, seguramente, cuando hablamos, conversamos, y otras cuando nos silenciamos, garrapateamos ideas y luego nos compartimos en la escritura. La experiencia es tan distinta y complementaria que, incluso, recuerdo confesarte que en el viaje de escribir (no sólo para responderte sino en general) a veces me sorprendo a mí misma con lo que termino vaciando en la hoja. Como: “ok, eso no lo veía venir, pero ya que está aquí, agradezco su llegada”.
Tu carta también me regaló algo especial: los tonos de tu recorrido. Nieve y soledad; aridez y compañía (gente que se junta porque quiere); tonos tierra y fertilidad; silencio y abundancia. Todos en las fotografías que acompañaban tus letras (mira el collage que ensamblé en mi exploración de esas sensaciones):

Verlas así, juntas, me facilitó olfatear mejor el relato gráfico y lo disfruté en tanto agradecí la intencionalidad que también transpira en lo que nos ‘decimos’ mostrando.
Y aquí, tenso el hilo con más fuerza para unir tus letras a las mías que empezaron a asomarse con la lectura.
Escribiste: “(…) reconozco que nuestras cartas tienen el potencial de bucear varias capas debajo de la superficie. En la escritura a veces pasamos de las anécdotas a las dinámicas ocultas. Es más, hemos experimentado que si actuamos con paciencia y honestidad en la autoexploración, aparecen atisbos de nuestros ciclos vitales y de aquello en lo que nos estamos convirtiendo”.
Hubo en esa línea algo que me hizo detener en seco para darle espacio a la pregunta de en quién me estaré convirtiendo. Y ojo que no era una sensación de darle la bienvenida y dejarla pasar, sino más bien como dejarla salir de donde estaba, como una fumarola que exhala un volcán (para hacerle de nuevo un guiño al Villarrica). Esa sensación de certeza de cambios, ajustes, remecidas e incertidumbres.
“Frente a ese saber tranquilizador”, dijiste, el que en mis letras pasadas buscaba o intuía que necesitaba ante la sacudida-abre-tierra que viví con una de mis muertes, “quiero invitar a escena el ‘no-saber’ afinador”, remataste.
Invitar la presencia de los “uncharted territories”, o lo inexplorado.

Hace poco vi un meme con una ilustración en el que un hombre cargaba a un bebé y ambos miraban un atardecer. El bebé veía el atardecer, colorido, lleno de matices: tonos, formas; el hombre veía letras, nombres. Nombres asignados a lo que estaba viendo.
Creo que en mi viaje de desconocerme (¿mis viajes?) poniéndole tierrita —literal y figurativamente— a quienes he sido, para darle espacio a ser otras, he ido dejando atrás un lenguaje que por mucho tiempo fue ‘mi lugar seguro’. En ese espacio, he dado la bienvenida a otras maneras de sentir y estar en el mundo, o mejor dicho, en muchos mundos: lo visible y lo invisible. Como le escuché a Sonia Mutumbajoy (abogada Inga) este año, en un encuentro alrededor de la tulpa (el fuego) en Asomi, Asociación de Mujeres Indígenas Chagra de la Vida, y sobre lo que escribí brevemente en una de mis cartas pasadas (“Aquí, allá y acullá”🔗).
Conversar con la oscuridad y el viento despelucador de Escocia. Patonear sin rumbo, wandering, en los viajes que he tenido la fortuna de emprender (algunos de ellos incluso a pocas cuadras de mi casa). Moverme verticalmente desde la zona central de Chile hasta el sur de nuestro sur, donde el territorio se elonga, curioso y salvaje, cruzando libremente la cordillera y tejiendo hilos entre las Patagonias, los lagos, bajo el fuerte olor a mate y la mirada curiosa, casi reverencial, de las araucarias. Todos estos viajes me han regalado tiempo para pensar menos y sentir más. Sentir que puedo ser otras, no solo la de siempre, la que con elecciones y tanteos intuitivos fui moldeando, sino cualquiera. Como un trozo de arcilla siempre húmedo.

De alguna manera sentí que tus letras me invitaban a visitar mi chagra, el terrenito que cultivo siendo quien soy, mezclada con la que no quiero ser más y con la que me estoy convirtiendo, así, en gerundio.
En mi chagra, o conuco como le dicen algunos pueblos indígenas en la Amazonía venezolana, cada cierto tiempo cambio lo que siembro, lo renuevo: mantengo algunos cultivos, ensayo otros nuevos. Algunos florecen, se mantienen. Otros, en su momento honré su llegada y cuando correspondió, también agradecí su partida. “Siembro lo que me hace bien sembrar y dejo de abono lo que no”🔗, dirían Álvaro Ruiz con Raquel Riba Rossy, ambos ahora vecinos tuyos.
Tus letras me hicieron pensar en lo que he plantado y que ahora espero con curiosidad ver crecer, asomar algún retoñito, florecer. Una reflexión muy ‘vayamos despidiendo este ciclo de veinte veinticuatro’ mientras abrimos las ventanas para que corra el aire que viene del Pacífico antes de chocarse con la cordillera.
Déjame ahora intentar describirte lo que “siento que veo”: en mi ‘pedacito’ de tierra he plantado semillas de nuevas maneras de encontrarnos en el mundo, eso que resumo diciendo: “gente que se junta porque quiere” (como ese encuentro del que me hablaste en Purmamarca). También he sembrado sueños, tipo manifiestos, en los que insisto en que la comunicación, los proyectos creativos que desarrollamos, soñamos, existen sí y solo sí como una apuesta de disfrutar el proceso, no sólo por obtener resultados o cumplir indicadores. Repitiéndome, además: “nada sobre nosotros sin nosotros”. No contar historias sobre sino con (de eso recuerdo ya haberte hablado en mi carta “La música la hacemos juntos”🔗).
Así que también hablamos de semillas plantadas hace algún tiempo, que ya han dado frutos, como mi primer libro (léase mi tesis doctoral 🔗); las cocreaciones poderosas que hacemos entre narradoras y narradores en Latinoamérica, con la complicidad e impulso del medio independiente Agenda Propia 🔗; este, nuestro atesorado proyecto de escritura, y las juntanzas que han posibilitado que soñemos espacios de salud mental para periodistas y para trabajadoras y trabajadores humanitarios.
En esa ruta también me he replanteado mucho, y ahí he dejado también mis semillas, de cómo luce eso de “quiénes están autorizados a hablar”, cuáles son esas “fuentes” de las que me hablaban en la universidad (las oficiales, las confiables, las que tienen más peso), quiénes cuentan las historias, quiénes le dan forma a la agenda mediática. Esta búsqueda me llevó este año a hacer parte del Rhizome Fellowship de Hackeo Cultural, y cruzar caminos hace un par de meses en Costa Rica para en colectivo idear mundos posibles para el cambio narrativo y un futuro centrado en la vida. Aprovecho y te comparto un video corto de la constelación de redes posibles que resultó de esa juntanza.
Gracias a mis raíces y mis rutas (roots and routes, suena mejor en inglés, sí o qué), cada vez me acerco más a lo que algunos han llamado “narrativas multiespecies”. Algo de esto empezó a palpitar en mi experiencia con El Testimonial de la Comisión de la Verdad en Colombia, y el olfateo sensible de quien entonces piloteó ese barco (para la muestra un botón: el proyecto especial de escucha “el dolor de la naturaleza”🔗), y ha resonado con contundencia en mis encuentros cocreativos y afectivos con narradoras de pueblos indígenas Wayúu, Gunadule, Nasa, Misak, Tikuna, Maya K'iche y, de un tiempo para acá, Mapuche. Desde entonces, con mis saberes como editora, presto mucha atención para que en los relatos hablen no sólo las voces humanas, antropocéntricas, sino que suenen otras: plantas, animales, ríos, montañas, vientos, lluvias, fuegos. Los mundos que vemos y no vemos.
En mi terreno imaginado tengo además sembradas dos grandes preguntas que me mueven y remueven cada tanto, cada siempre:
Una, la que se me empezó a asomar en Escocia mientras cocreábamos los talleres de escritura creativa “Mi cuento lo cuento yo” con Adriana Ferrucho y Pilar Lozano, y es la pregunta de “cuál es mi historia para contar”. La mía. La mía atravesada por la escucha, por los encuentros. Pero mía. Y esa me da vueltas y anima constantemente la escritura de mi segundo libro y las rutas que intento abrir para seguir contando historias sin apropiarme de nada, sin expropiarle a nadie nada.
Y la otra, la última de las semillas que observo y siento es una que le escuché a Andrea Ixchíu, narradora Maya K'iche , en la conferencia de la libertad de prensa de la Unesco en Santiago en el primer semestre de este año (“Temporales”🔗): “En tiempos de crisis climática, así como los pueblos reforestan y sanan con la tierra, quienes contamos historias y hacemos periodismo necesitamos reforestar nuestras mentes y corazones para reemplazar ese monocultivo occidental que muchas veces hemos reforzado”.
En su intervención, que siempre recomiendo visitar y a la que he vuelto ya un par de veces para recordar sus palabras y sentirme atravesada por su fuerza (video🔗), Andrea hablaba también de cómo las prácticas tradicionales –en nuestro caso, del periodismo– nos despojan de la imaginación colectiva.
Hay preguntas profundas que me llevan a reflexionar sobre nuestro tiempo en el mundo: una fracción, dicen algunos, y al mismo tiempo eterno si consideramos que la manera en que lo habitamos deja ondas y resuena, incluso cuando ya no estemos. En conversaciones con colegas periodistas, investigadores, narradores y narradoras, tiendo a invitar la pregunta por lo que “estamos sembrando”, cómo nuestras historias, nuestros proyectos, ayudan a bajarle las revoluciones a los afanes del mundo, a la histeria colectiva que fácilmente se cuela en los medios de comunicación, en las redes sociales. La pregunta por el de qué manera lo que hacemos, cosechamos, nos alimenta, sí, y también alimenta a otras y otros2 no sólo ahora, sino también luego.
Y suenan en mi cabeza nuevamente las voces de tus vecinos (canción “Siembro” 🔗):
Y ahora me preocupa el aguacero
O cuando todo se seca sin más
Pero estoy sembrando lo que quiero
Riego y me quedo a esperar
Termino estas letras en un avión rumbo al aeropuerto Cananguchal. Viajo a Mocoa a celebrar el nacimiento de una nueva siembra: Territorio del Iaku 🔗. Una colección de relatos sobre el agua en el piedemonte andinoamazónico colombiano cocreada y soñada con narradoras y narradores de pueblos indígenas, campesinos y procesos comunitarios. En esta serie periodística se escuchan correr los ríos, retumba la lluvia (¡nada como un aguacero amazónico!), camina precavido el kipu (un cangrejo). Unas mujeres pescadoras abrazan y cuidan a las tortugas tericayas, mientras vecinos y vecinas se reúnen para proteger los humedales y las fuentes de agua. Las mamitas sabedoras de los pueblos indígenas Inga, Kamëntsá, Zio Bain, Kofán y Yanacona cantan y recalcan la importancia de volver a los saberes más básicos para cuidar a la Madre Tierra. Habla el ‘abuelo pino’, las plantas medicinales, y quienes fueron niñas y niños en una zona amenazada por los cambios del clima, ahora educan a nuevas generaciones para que sigan en la carrera de relevos del cuidado hacia todos los seres con los que conviven en sus territorios.
Y, en plural, seguimos sembrando, regando, observando, abrazando ese ‘no saber afinador’, y escuchando qué mensajes trae el viento que viene del Pacífico en su paso a estrellarse con la cordillera.
Cuéntame, querido amigo, cómo te encuentran mis letras.
Nathalia
Cita original: “We carry the lives we’ve imagined as we carry the lives we have,
and sometimes a reckoning comes of all the lives we have lost.” , H is for Hawk, 2014.
Como le escuché decir a la mamita sabedora Francisca Cruz Jacanamejoy Muyuy del pueblo indígena Inga en un video que estamos revisando. Allí, invita a pensar en el agua que consumimos siempre pensando en que debemos compartir con las plantas y, en su caso, con su vecino el oso andino.